20-8-2025
Fuente: Al Momento.net
Por. Ranfis Rafael Peña Nina
La vida nos enseña que lo más frágil que tenemos es el cuerpo, y lo más necesario la salud. Sin embargo, paradójicamente, aquello que debería protegernos se ha convertido en un verdugo disfrazado: los seguros de salud.
Hoy me llaman para informarme de un aumento del 10% en mi póliza. Me escandalicé. No he recibido un aumento en mi salario, pero sí en la factura del seguro. Pago diez mil pesos mensuales por un seguro privado, más lo que me descuentan en el trabajo. ¿Y qué recibo a cambio? Apenas una cobertura mínima que utilizo, con suerte, una vez al año en un laboratorio.
El sentido común me dice que si uso menos, debería pagar menos. Pero la lógica del sistema es otra: paga más, recibe menos. Y cuando verdaderamente enfermas, lo que debería ser alivio se transforma en un calvario de trámites, negativas y deudas. Es una dictadura silenciosa, disfrazada de contrato.

He visto casos que estremecen. Personas que, tras décadas trabajando en grandes empresas, quedan desempleadas y, con ello, expulsadas del sistema. Pierden el derecho a seguir pagando su póliza como individuos. Y si pasan de cierta edad, los obligan a aceptar seguros de menor cobertura, justo cuando más vulnerables están. Es un abuso que hiere la dignidad.
¿Dónde queda el respeto a quien ha pagado fielmente durante 20 o 30 años? De un día para otro, el sistema lo abandona, dejándolo a merced de la enfermedad y de la pobreza. Es como si al final de la carrera, cuando más agotado estás, te quitaran el bastón.
Los seguros deberían ser sinónimo de seguridad. Pero en nuestra realidad, se parecen más a una trampa: pagan por décadas quienes pocas veces usan su póliza, y al final, cuando más la necesitan, descubren que no era un derecho, sino un espejismo.
Las autoridades no pueden seguir indiferentes. La salud no puede ser negocio solamente, debe ser un derecho humano esencial. No pedimos privilegios, pedimos justicia. Que se garantice que quienes han aportado durante toda una vida no sean tratados como desechables.
Nuestros políticos deben recordar que no gobiernan para las élites aseguradas de por vida, sino para el pueblo llano, ese que carga con sacrificios, que paga religiosamente, y que espera terminar sus días con la tranquilidad de estar protegido.
La salud no puede depender del tamaño de la chequera, sino del simple hecho de ser humano. Es una deuda moral y ética que tiene el Estado con sus ciudadanos.
La verdadera dignidad se mide en cómo cuidamos a los más débiles. Y hoy, la dictadura de los seguros ha convertido a miles de dominicanos en prisioneros de un sistema injusto, que abandona a quien más lo necesita.
Es hora de levantar la voz, porque el silencio es complicidad. No pedimos limosna, exigimos respeto. La salud no es negocio: es vida.