27-12-2025
Fuente: De Ahora
DE LA PLUMA DEL PERIODISTA, JULIO DISLA, MAEÑO RADICADO EN LOS ESTADOS UNIDOS

El anuncio del presidente estadounidense Donald Trump de una nueva clase de buques de guerra que llevará su propio apellido —la llamada “Trump Class”— no es un simple acto administrativo ni una excentricidad aislada. Es, ante todo, un gesto cargado de simbolismo político que revela una concepción peligrosa del poder, donde la maquinaria militar del Estado se funde con el culto a la personalidad del gobernante.

Que un mandatario en ejercicio decida bautizar un sistema de armamento estratégico con su nombre rompe una tradición básica de contención simbólica en las democracias formales. No se trata solo de barcos, misiles o tecnología naval: se trata de la apropiación del aparato bélico como extensión del ego presidencial. La guerra —o la amenaza de ella— deja de ser un recurso extremo del Estado para convertirse en un instrumento de autopromoción política.
El escenario del anuncio no fue casual. Desde su club privado de Mar-a-Lago, Trump volvió a mezclar lo público con lo privado, lo estatal con lo empresarial, lo institucional con lo personal. En ese cruce de intereses, el Pentágono aparece no como una institución republicana sometida al control civil, sino como un taller al servicio del culto al líder.
El discurso que acompaña el proyecto —“los mejores buques del mundo”, “los más grandes jamás construidos”, “armas hipersónicas”, “sistemas láser”— apela a una lógica de grandeza vacía, más cercana al marketing que a una doctrina defensiva racional. No se habla de seguridad colectiva, de estabilidad internacional ni de desescalamiento de conflictos. Se habla de poder bruto, de superioridad, de intimidación. La paz queda fuera del relato.
Desde una perspectiva crítica, el proyecto Trump Class encaja perfectamente en la militarización del imaginario político estadounidense. En lugar de hospitales, escuelas o infraestructuras civiles, el liderazgo se mide por el tamaño de los buques y la letalidad de las armas. La política exterior se reduce a una puesta en escena de fuerza permanente, donde el complejo militar-industrial vuelve a ocupar el centro del tablero.
Más grave aún es la naturalización del personalismo. Nombrar armas con el apellido del presidente no es un gesto inocente: es un intento de inscribir su figura en la historia militar del país, de convertir la defensa nacional en legado personal. Ese desplazamiento simbólico erosiona los principios republicanos y normaliza una lógica narcisista incompatible con cualquier idea genuina de democracia.
En un mundo atravesado por guerras regionales, crisis climática y desigualdades extremas, la apuesta por nuevos instrumentos de destrucción masiva —envueltos en propaganda nacionalista— no ofrece seguridad real. Ofrece, en cambio, réditos electorales, distracciones mediáticas y contratos millonarios para las industrias de la guerra.
La “Trump Class” no es solo una flota en proyecto: es un síntoma. El síntoma de una política que confunde liderazgo con dominación, defensa con espectáculo y Estado con marca personal. Frente a esa lógica, la crítica no es antipatriótica: es una obligación cívica. Porque cuando la guerra adopta el nombre de un hombre, lo que está en juego no es solo el presupuesto militar, sino el sentido mismo del poder político.
